Copiados y dictados

Fue una especie de flashback inducido, como lo que dicen que ocurre en el instante de morir. Unos minutos antes estaba en el recreo, haciendo avioncitos de papel a mis compañeros de clase. Mi padre me había enseñado a fabricarlos; un día me puse a volar uno y a partir de ahí me vi haciéndolos para los demás. De pie, en el patio del colegio, mis amigos me rodeaban cada uno con una cuartilla en la mano y yo venga doblar y plegar papel ante la impaciencia de unos y la mirada absorta de otros. Había algo grato en ello que iba más allá del placer que encontraba en hacerlos y que supongo que tenía que ver con una incipiente y quizá mal enfocada filantropía personal. El resultado de ello era que me pasaba el tiempo entero sin hacer otra cosa que avioncitos que yo sólo volaba en la fase de pruebas, por si tenía que hacerles algún ajuste. El único que puso algún interés en aprender la técnica fue mi amigo Juanillo. Pronto sabía hacerlos igual o mejor que yo. Él, sin embargo, raramente hacía alguno más aparte del suyo. «Venga a jugar ya, hombre», solía decirme antes de irse a otras cosas.

Aquel día me insistió tanto que entré a clase a por una cuartilla para mí. Don Manuel, el maestro, no salía al patio. Se quedaba en clase leyendo el periódico y comiendo algo de fruta. Era habitual que alguno de nosotros entrara durante ese tiempo a coger algo que hubiese olvidado en la cartera. Mi sitio estaba en la primera fila, tan lejos de la entrada como cerca de la mesa del maestro. En el silencio del aula vacía mis zapatos retumbaron como si fueran de plomo. Don Manuel observó por encima de las gafas mi avance entre los pupitres, me dejó hacer hasta ver aquello que me había hecho entrar, y se levantó luego y vino hacia mí. Puedo imaginar la escena con la perspectiva de una tercera persona. Mi pequeño cuerpo, con el papelito garabateado en la mano, y el suyo, mastodóntico y haciendo gesto de que se lo entregara. Tardó poco en identificar el contenido. Después dijo: «¿Para eso me harto yo de escribir en la pizarra?», y a continuación lanzó una bofetada que, por inesperada y violenta, me sacudió entero como a una marioneta. Treinta años después sentí algo parecido mientras iba conduciendo y otro conductor me embistió el lateral tras saltarse una señal de parada. El caso es que la masa de aquella enorme mano, alimentada por la velocidad que traía, golpeó mi cara de tal manera que me dejó sin sentido. Cuando desperté estaba en el suelo y el maestro y todos mis compañeros mirándome asustados. Aunque aturdido todavía, me incorporé  y don Manuel ordenó a los alumnos que fueran a sentarse cada uno en su sitio. Acto seguido reanudó la clase por donde la había dejado antes del descanso.

Juanillo, que vivía en dirección opuesta a la mía, me acompañó a casa al salir de la escuela. Después de contarle lo ocurrido le pregunté por el tiempo que había estado en el suelo, y él me dijo que casi nada. Yo le dije entonces que qué raro, porque durante ese tiempo había visto tantas cosas que necesitaría muchos días para poder contarlas. Le expliqué lo mejor que pude que era como si hubiese visto una película, una en la que el protagonista era don Manuel pero en la que nosotros también salíamos. Que lo más extraño era que la acción había empezado por los últimos días de curso y que las escenas habían ido retrocediendo en el tiempo, como un carrusel, hasta que este empezó. Que, así, ahora aparecía don Manuel preguntándonos la tabla del siete y al poco escribiendo un texto en la pizarra para que lo copiásemos, diciéndonos que antes de “b” o “p” se escribía “m” en lugar de “n”, señalando delante del mapa político las provincias con el dedo, o del físico, recorriendo los ríos del nacimiento a su desembocadura, grabándonos para siempre los nombres del caballo y la espada del Cid, ordenándonos salir a la pizarra para hacer sumas y restas o escribir frases y verbos, diciendo que podíamos salir al patio o poniéndose manos a la obra en cuanto volvíamos, andando entre las filas mientras hacía dictados que después corregía… Hasta que llegó la última escena de aquello, que ahora me parecía más un sueño que una película, y que en realidad era la imagen más antigua que del maestro guardaba en la mente. En ella se le veía entrando en clase el primer día, grande y orondo y con cara de buena persona y más joven que los demás maestros. Llegaba a su mesa, soltaba en el suelo una cartera de piel marrón y se presentaba. Hacía entonces intención de sentarse. Pero se detenía al descubrir algo entre las cosas que había sobre la mesa. Era la regla que don Antonio había estado usando durante el curso anterior para golpearnos, convenientemente, en las palmas. Don Manuel la agarraba, la sostenía mirándola pensativo y se dirigía luego hasta el mueble que hacía de librería. Era un armatoste mucho más alto que él, por lo que tenía que ponerse de puntillas para dejar la regla entre el polvo de décadas que cubría su superficie. Finalmente se giraba hacia nosotros y, sacudiéndose las manos, decía para nuestro alivio: «Yo no voy a necesitar esto».

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s