Mutantes

En la charca me llaman El cisne porque nací pato y soy feo, algo que hace presumir en sus habitantes cierta cultura popular aparte de un insólito sentido del humor. Mi grasiento plumaje me confiere un aspecto deslucido en opinión de algunos, mientras que mis patas, anchas como palas, hacen que mi andar sea tachado de grotesco. De mi pico baste decir que, con su larga y aserrada forma, más que boca de ave parece hocico de reptil. De mi voz, que suena tan estridente que podría estremecer a cualquiera que no anduviese prevenido. Pasé largo tiempo sufriendo el rechazo de los demás, refugiándome en la soledad para evitar su escarnio. Hasta que el tiempo y las circunstancias hicieron que la atención general recayera en asuntos más relevantes.

La era de las lluvias, cuyo origen sólo conocen aquí los más ancianos, había hecho que el agua invadiera los territorios del hombre, obligándonos a compartir hábitat con él. Desde entonces, la imagen de sus viviendas flotantes supuso para nosotros la más fiel representación del miedo. Sabíamos no obstante anticiparnos a sus incursiones de caza. Apostado en un campanario de iglesia, apropiado para tal fin pese a asomar pocos metros del agua, un perpetuo vigía avisaba del momento en que sus barcas zarpaban del poblado. Lográbamos de este modo reducir el número de bajas diarias y llevar una existencia medianamente tranquila, una situación que habríamos asumido de forma indefinida de no ser por la irrupción de aquellos temibles chicos.

Primero fue uno solo. Nadaba con la velocidad de una nutria, con sus dedos unidos por membranas, y aguantaba tanto tiempo bajo el agua que no detectábamos su presencia hasta que emergía a nuestro lado. No era más que un mocoso al que lográbamos expulsar hostigándolo entre todos. Pero luego fueron viniendo otros, cada vez más agresivos y capaces. Actuaban en grupo, armados con cuchillos y con estrategias bien estudiadas, y volvían a sus casas remolcando un sangriento haz de nuestros congéneres.

Se decretó el estado de emergencia y se nombró un comité de mando que nos reunía cada tarde al caer el sol. Yo asistía a los plenos desde mi rincón de costumbre, medio oculto entre la espadaña, atento a cuanto se hablaba aunque sin decir nunca nada. El viejo y flaco Peaker, nuestro comandante en funciones, informaba en ellos del balance del día, recomponía los equipos que habían resultado mermados, abría turnos de palabra…, y acababa estableciendo el modo de actuación para la jornada siguiente. Era fácil deducir, por lo que allí se escuchaba, que la moral del grupo iba de mal en peor. Se empezaba a hablar de actitudes cobardes, de traiciones y deserciones; se perdía la calma con frecuencia, se exaltaban los ánimos, llegándose a producir enfrentamientos que obligaban a Peaker a dar por terminada la sesión.

A mí solían asignarme servicios secundarios: mensajería, avituallamiento, traslado de heridos y cosas por el estilo, labores que llevaba a cabo imaginando con envidia a los apuestos Donald y Lucas, algunos de mis habituales acosadores, peleando en primera línea de forma heroica, mereciendo los mayores honores otorgables en la charca. Un día me pusieron a guardar la zona infantil. Mi misión consistía en permanecer vigilante y avisar con mi peculiar voz en caso de ver al enemigo aproximarse. Durante un buen rato sólo tuve que poner orden en las eventuales trifulcas entre bebés. Llegaba hasta allí el fragor de la batalla, una lucha en la que los nuestros, lejos de mis referidas fantasías, poco podían hacer salvo defenderse y ayudarse entre sí, lastrados además por el desaliento, el cansancio y una amarga sensación de derrota. De repente, mi corazón dio un vuelco al ver aparecer, saliendo tras una barrera de cañas, a la bella Daisy.

Mi adorada Daisy, tan dulce y serena siempre, nadaba desesperada intentando iniciar el vuelo, pero dos de aquellos diablos se lo impedían agarrándola ya de un ala, ya de las patas o el cuello. El pánico y el dolor de sus alaridos enfatizaban el dramatismo de un inquietante alboroto de agua, destellos y plumas. Mi estentórea alarma no se hizo esperar, atravesando macizos de espadañas y juncos y llegando con su aviso hasta el último confín del estanque. Pero allí estaba Daisy mientras tanto, necesitando ayuda urgente, y también aquellos patitos a mi custodia, en peligro por la cercanía de los dos depredadores.

Arranqué a nadar sin dudarlo más tiempo. La anormal dimensión de mis patas me permitió alcanzar una gran velocidad, de modo que en enseguida alcancé mi objetivo. Y es aquí cuando yo, que en mi vida había matado una mosca —es un decir—, de pronto me vi lanzando dentelladas como un poseso y comprobando por vez primera el poder hiriente de mi pico. Eran ellos quienes gritaban ahora, defendiéndose como podían de algo que, sin duda, no esperaban. La grasa de mi plumaje frustraba sus intentos por inmovilizarme. Una vez supe que Daisy se encontraba a salvo, lancé mi más furibundo ataque, desgarrando carne, cortando dedos, orejas, desarmándolos y haciendo que finalmente huyeran en retirada. Una gran mancha de sangre, parte de ella de una cuchillada recibida por mí, tintaba el agua a nuestro alrededor cuando llegaron las primeras ayudas.

Meses después todavía se mantiene el estado de emergencia. El sabio de Peaker dice que las historias nunca terminan, que no sólo están sucediendo cambios, sino que se avecinan muchos más para los que debemos estar preparados. Los humanos han vuelto a cazar en barca. Su actitud ahora en más cautelosa y vigilante. Los chicos palmípedos los acompañan en las batidas, aunque sin meterse en el agua. Se dice que, mientras los mayores cazan, ellos se centran en mi búsqueda. De aquella tarde guardo un recuerdo muy especial. Mi actuación me hizo lograr la admiración y el respeto de todos, además de algo para mí aún más valioso: el amor incondicional de Daisy. Ayer tuvimos cuatro hijos. Ella dice, orgullosa, que son idénticos a mí.

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