Mutantes

En la charca me llaman El cisne porque nací pato y soy feo, algo que hace presumir en sus habitantes cierta cultura popular aparte de un insólito sentido del humor. Mi grasiento plumaje me confiere un aspecto deslucido en opinión de algunos, mientras que mis patas, anchas como palas, hacen que mi andar sea tachado de grotesco. De mi pico baste decir que, con su larga y aserrada forma, más que boca de ave parece hocico de reptil. De mi voz, que suena tan estridente que podría estremecer a cualquiera que no anduviese prevenido. Pasé largo tiempo sufriendo el rechazo de los demás, refugiándome en la soledad para evitar su escarnio. Hasta que el tiempo y las circunstancias hicieron que la atención general recayera en asuntos más relevantes.

La era de las lluvias, cuyo origen sólo conocen aquí los más ancianos, había hecho que el agua invadiera los territorios del hombre, obligándonos a compartir hábitat con él. Desde entonces, la imagen de sus viviendas flotantes supuso para nosotros la más fiel representación del miedo. Sabíamos no obstante anticiparnos a sus incursiones de caza. Apostado en un campanario de iglesia, apropiado para tal fin pese a asomar pocos metros del agua, un perpetuo vigía avisaba del momento en que sus barcas zarpaban del poblado. Lográbamos de este modo reducir el número de bajas diarias y llevar una existencia medianamente tranquila, una situación que habríamos asumido de forma indefinida de no ser por la irrupción de aquellos temibles chicos.

Primero fue uno solo. Nadaba con la velocidad de una nutria, con sus dedos unidos por membranas, y aguantaba tanto tiempo bajo el agua que no detectábamos su presencia hasta que emergía a nuestro lado. No era más que un mocoso al que lográbamos expulsar hostigándolo entre todos. Pero luego fueron viniendo otros, cada vez más agresivos y capaces. Actuaban en grupo, armados con cuchillos y con estrategias bien estudiadas, y volvían a sus casas remolcando un sangriento haz de nuestros congéneres.

Se decretó el estado de emergencia y se nombró un comité de mando que nos reunía cada tarde al caer el sol. Yo asistía a los plenos desde mi rincón de costumbre, medio oculto entre la espadaña, atento a cuanto se hablaba aunque sin decir nunca nada. El viejo y flaco Peaker, nuestro comandante en funciones, informaba en ellos del balance del día, recomponía los equipos que habían resultado mermados, abría turnos de palabra…, y acababa estableciendo el modo de actuación para la jornada siguiente. Era fácil deducir, por lo que allí se escuchaba, que la moral del grupo iba de mal en peor. Se empezaba a hablar de actitudes cobardes, de traiciones y deserciones; se perdía la calma con frecuencia, se exaltaban los ánimos, llegándose a producir enfrentamientos que obligaban a Peaker a dar por terminada la sesión.

A mí solían asignarme servicios secundarios: mensajería, avituallamiento, traslado de heridos y cosas por el estilo, labores que llevaba a cabo imaginando con envidia a los apuestos Donald y Lucas, algunos de mis habituales acosadores, peleando en primera línea de forma heroica, mereciendo los mayores honores otorgables en la charca. Un día me pusieron a guardar la zona infantil. Mi misión consistía en permanecer vigilante y avisar con mi peculiar voz en caso de ver al enemigo aproximarse. Durante un buen rato sólo tuve que poner orden en las eventuales trifulcas entre bebés. Llegaba hasta allí el fragor de la batalla, una lucha en la que los nuestros, lejos de mis referidas fantasías, poco podían hacer salvo defenderse y ayudarse entre sí, lastrados además por el desaliento, el cansancio y una amarga sensación de derrota. De repente, mi corazón dio un vuelco al ver aparecer, saliendo tras una barrera de cañas, a la bella Daisy.

Mi adorada Daisy, tan dulce y serena siempre, nadaba desesperada intentando iniciar el vuelo, pero dos de aquellos diablos se lo impedían agarrándola ya de un ala, ya de las patas o el cuello. El pánico y el dolor de sus alaridos enfatizaban el dramatismo de un inquietante alboroto de agua, destellos y plumas. Mi estentórea alarma no se hizo esperar, atravesando macizos de espadañas y juncos y llegando con su aviso hasta el último confín del estanque. Pero allí estaba Daisy mientras tanto, necesitando ayuda urgente, y también aquellos patitos a mi custodia, en peligro por la cercanía de los dos depredadores.

Arranqué a nadar sin dudarlo más tiempo. La anormal dimensión de mis patas me permitió alcanzar una gran velocidad, de modo que en enseguida alcancé mi objetivo. Y es aquí cuando yo, que en mi vida había matado una mosca —es un decir—, de pronto me vi lanzando dentelladas como un poseso y comprobando por vez primera el poder hiriente de mi pico. Eran ellos quienes gritaban ahora, defendiéndose como podían de algo que, sin duda, no esperaban. La grasa de mi plumaje frustraba sus intentos por inmovilizarme. Una vez supe que Daisy se encontraba a salvo, lancé mi más furibundo ataque, desgarrando carne, cortando dedos, orejas, desarmándolos y haciendo que finalmente huyeran en retirada. Una gran mancha de sangre, parte de ella de una cuchillada recibida por mí, tintaba el agua a nuestro alrededor cuando llegaron las primeras ayudas.

Meses después todavía se mantiene el estado de emergencia. El sabio de Peaker dice que las historias nunca terminan, que no sólo están sucediendo cambios, sino que se avecinan muchos más para los que debemos estar preparados. Los humanos han vuelto a cazar en barca. Su actitud ahora en más cautelosa y vigilante. Los chicos palmípedos los acompañan en las batidas, aunque sin meterse en el agua. Se dice que, mientras los mayores cazan, ellos se centran en mi búsqueda. De aquella tarde guardo un recuerdo muy especial. Mi actuación me hizo lograr la admiración y el respeto de todos, además de algo para mí aún más valioso: el amor incondicional de Daisy. Ayer tuvimos cuatro hijos. Ella dice, orgullosa, que son idénticos a mí.

Sobre lo nuestro

Jamás me dio por escribirte una carta de amor. Y el caso es que tenía que haberlo intentado al menos, aunque solo hubiese sido por corresponder a las tuyas. Entre mis escasas pertenencias, estén donde estén, debe de haber una carpeta llena con todos aquellos papeles que me entregabas con tus escritos y poemas. Eran siempre acerca de nosotros dos, y en ellos el amor resplandecía como una gran luminaria ante la que las sombras y los oscuros peligros que lo acechaban huían despavoridos como fieras en presencia del fuego. Yo los apreciaba. Los leía con gran detenimiento mientras tú trasteabas en el móvil, canturreabas bajito o te mirabas las uñas, como distraída pero anhelante de cualquier comentario mío, y cuando acababa te besaba del modo más dulce que sabía y bromeaba luego acerca de su sinceridad o de la posible identidad del chico que aparecía en ellos. Pero lo cierto es que mi cabeza rara vez estuvo para esa clase de asuntos, y en cuanto los doblaba y los guardaba en el bolsillo de la camisa me olvidaba de ellos. Ya sabes que siempre viví nuestra relación de un modo muy distinto al tuyo: a aquella incómoda situación de constante riesgo, en mi caso había que sumarle un hondo sentimiento de culpa que con frecuencia me impedía gozar de tu compañía como es debido.

Tampoco hubo nunca nada que me impulsara a coger papel y lápiz. Creo que para eso no basta con estar enamorado. Dicen que el corazón que se entrega a romanticismos de ese tipo es con gran frecuencia aquel que sufre. Y yo en ese aspecto, dejando a un lado mi terco pesar, no tenía ningún problema. Ni celos, ni incertidumbres, ni deseos insatisfechos, ni nada parecido. Es ahora solamente, ya ves, cuando no puedo escribirte nada ni tú podrías leerlo aunque lo hiciera, que tengo más necesidad de hablar contigo que nunca. En ello tiene mucho que ver la nostalgia que provoca tu ausencia. Pero sobre todo que nunca he sentido nada que merezca tanto la pena ser dicho como ahora. Por supuesto que hay también un montón de cosas insignificantes que me gustaría decirte. Pero esas procuraré callarlas. Si hay algún resquicio dentro del concepto de lo imposible (porque en casi todo hay excepciones) que permita que estas quiméricas palabras lleguen a su inexistente destino, en ese inverosímil a todas luces caso no quisiera malgastarlo con banalidades.

Más que nada quiero hablarte de aquel espacio de tiempo cuya duración no podría calcular y que supuso el final de nuestra existencia. Aquel en el que empezamos tan juntos como dos personas puedan estarlo y en el que acabamos cada uno por un lado; bastante cerca el uno del otro, es verdad (mi mano izquierda a menos de medio metro de la tuya), pero más lejos de poder tocarnos de lo que jamás habíamos estado.

A menudo se tarda demasiado en tomar conciencia de la realidad. Más si es algo que se sale de lo habitual. En este caso sólo comencé a comprender la magnitud y la trascendencia de lo que nos había pasado en el instante en que la policía entró en la habitación y encontró aquel macabro escenario: los restos del naufragio; el desenlace imprevisto de lo que se había iniciado como una placentera tarde de finales de junio a solas en tu casa.

Era uno de los días más largos del verano, y aunque no era temprano el sol entraba todavía con fuerza por los visillos llenando de vida y de luz las partículas que flotaban en la pesada atmósfera del dormitorio. Tu cuerpo yacía inmóvil sobre el colchón con dos disparos en el pecho y el mío agonizaba en el suelo desangrándose a borbotones por el cuello. Aquella carne, momentos antes rebosante de ímpetu y arrogancia, bella en su despliegue de amor y pasión sobre las sábanas, se mostraba ahora inerte y humillada, manchada, casi grosera.

Cerca de nosotros, completando una composición casi perfecta entre tu figura y la mía, ambas horizontales aunque con distinta orientación y altura, estaba tu marido, que poco antes había irrumpido pegando tiros y ahora permanecía sentado junto a la cama mirándote como hipnotizado, con el rostro surcado de lágrimas y la pistola aún caliente entre las manos. Pablito “El Jirafa”. Fui yo quien le puso el mote cuando éramos niños en honor a su larga y desgarbada figura y ese cuello que bien podría haber doblado en longitud al mío. Vivía tres casas más arriba que yo y cada día íbamos juntos a la escuela. A veces lo esperaba sentado en el tranco de mi puerta, pero si era temprano me acercaba hasta la suya y entraba a verlo desayunar como quien entra en su propia casa. Por el camino no parábamos de jugar y reír, además de hablar y confiarnos secretos que jamás habríamos contado a nadie. Luego llegábamos al patio del colegio, nos juntábamos con el resto de amigos, y todo cambiaba. Mejor dicho, era yo quien cambiaba. Porque Pablito era el mismo en todo momento. Siempre. Ay, Pablo. No sabría decir el tiempo que llevaba allí sentado a tu lado, destrozado por completo y sin quitarte los ojos de encima. El caso es que al oírlos llegar se metió el cañón en la boca y disparó la única bala que le quedaba.

Los agentes tardaron un poco en reaccionar, sobre todo porque el más joven estaba notablemente conmocionado. Pero en cuanto pudieron lo primero que hicieron fue comprobar nuestro estado. Dijeron que los tres estábamos muertos. Y después se pusieron a echar fotos y a recoger muestras al tiempo que lanzaban hipótesis sobre los hechos (no era un caso muy complicado, ciertamente) y hacían valoraciones más o menos triviales sobre el papel de cada uno de nosotros en todo aquello. Ni que decir tiene que a ti y a mí nos tocó la peor parte en un asunto que no dudaron en etiquetar como “crimen pasional”, irónico adjetivo si tenemos en cuenta las cosas que a menudo contabas de Pablo.

No sé vosotros, pero yo pude oír aquella conversación durante un buen rato, no me preguntes por qué, y más tarde, cuando dejé de oír, el pensamiento aún me siguió funcionando. Me vinieron entonces recuerdos de mi más temprana infancia, algunos de ellos sepultados hasta entonces en el olvido más completo, y me alarmé. Siempre había temido ese momento en el que dicen que circula ante tus ojos tu vida entera. Ya sabes que la mía, en general, había sido particularmente fea y aburrida, y me aterrorizaba la sola idea de tragármela de nuevo. Decidí, pues, tomar las riendas del asunto buscando un pensamiento agradable, como hacía a veces cuando iba a dormir, y enseguida apareciste tú, tan solo unos minutos antes, agitando tu cuerpo sobre el mío, con los cabellos sueltos sobre los hombros y aquella insoportable belleza de tu pecho desnudo. Parecías triste y feliz al mismo tiempo, aunque como siempre, y es una lástima, no quise darle demasiada importancia. Volvieron también con esa imagen tuya tus últimas palabras, justo antes de que apareciera tu marido. Era una pregunta que formuló tu boca, o tu mirada, no estoy seguro, que yo no respondí ni con mis gestos ni con mi voz, tal vez por considerarla intrascendente, pero que en vista de lo ocurrido cobraba ahora una inmensa relevancia; como un garabato de lápiz sobre un papel convertido de repente en epitafio esculpido en la piedra. Acaricié con dulzura aquella dolorida frase que en cierto modo encerraba la clave, el sentido de cada minuto de los últimos años de nuestras vidas, y asentí con toda mi alma, demasiado tarde, pero te dije que tenías razón, que pasara lo que pasara lo nuestro habría merecido la pena.

Poco después dejé de pensar también.

Mar gruesa

Tiempos vendrán en que las olas serán tan fuertes que esos diques improvisados no servirán para nada, y nuestro frágil mundo se irá al garete una vez más.

El aire de este noviembre me hiere al respirar y su luz me escuece en los ojos. Huyo del bullicio y del ruido sin darme cuenta, sin levantar la mirada y haciendo oídos sordos si alguien me llama, pero sin soltarte nunca de la mano. Estoy tan acostumbrado a tenerte junto a mí que a menudo ni soy consciente de ello. Solo cuando te alejas despierto a la realidad, y ocurre que, al verte venir luego entre la gente, tu figura menuda y tu pálida carita, como de niña, despiertan en mí sentimientos tan tiernos que a veces no reconozco como míos.

Porque recuerdo días en que habría vendido tu alma y la mía para poder salir de mi propia desesperación, y otros en que solo la compasión me permitió seguir queriéndote. Ni siquiera encuentro en mi memoria el momento en que decidí compartir mi vida contigo. Es como si tu persona hubiese estado siempre con la mía, a remolque de ella por las aceras, acompañándola en turbios y denigrantes tratos, o sentada a su lado en algún frío banco del parque. Y puede que a menudo la haya sentido tan como algo mío, que en aquellos momentos en que he aborrecido todo lo que soy, tú hayas sufrido de igual modo las consecuencias. Nada que yo jamás pueda compensarte.

En una ocasión, con esa candidez tuya tan graciosa, me preguntaste si los árboles del parque eran un bosque, y yo me reí con ganas, ignorando por completo, tonto de mí, la de veces que en él habríamos de perdernos. Y es que siempre hemos andado desorientados, por más que cada día nos guiara un solo objetivo. Observándolo con la perspectiva necesaria, diría que nuestro deambular ha ido dibujando con el tiempo un enorme mosaico de predecibles e invariables rutinas, de viñetas repetidas; un inmenso fractal de incontables y perfectas espirales girando sobre idénticos puntos fijos.

Todo ha sido degradación en nosotros de un tiempo a esta parte, y si algo de provecho hay que aún permanezca intacto, eso es sin duda tu lealtad, pura y brillante, sobreviviendo en nuestro lodazal diario como una cadena de oro hundida en el cieno. Poco más. Porque por lo que a mí respecta, si en alguna etapa de mi existencia apunté maneras, a partir de cierto momento difícil de precisar casi todas las escenas que recuerdo de ella me avergüenzan de una manera profunda. Quisiera haber merecido alguna vez esa incondicional entrega tuya, haber despertado aunque fuera por un breve instante de la ignorancia que me hacía sentir tu confiada mano como una prolongación de la mía; salir de la ceguera que me impedía ver que sin ti no habría podido seguir adelante.

Hoy, en cambio, me sorprendo vigilando tu espacio con celo y procurando que nada te falte, rodeándote con el brazo mientras tú te acurrucas en mi costado temblando y con las mangas hasta los puños. Ayer soñé que te llevaba hasta un hogar confortable. Era la noche más oscura que puedas imaginar, y yo conducía un coche destartalado y con un solo faro. Apenas se veía el camino, pero no podía dejar de acelerar porque el suelo se iba desmoronando a nuestro paso. El resto lo he olvidado, si no es aquella sensación de no haber visto nunca tantas curvas ni carretera más estrecha, ni precipicios más profundos…, de no haber sentido jamás tanto valor.

Este es el otoño más frío que recuerdo. Y esta la mañana más extraña. Hay algo de irreal en el trino desafinado de los mirlos, en el paso lento de la gente, en el ruido sordo de los coches, en tu rostro dormido color ceniza. Como tras un abracadabra, de repente veo todo claro; esa maquinaria que a diario nos aparta a un lado, como desecho, parece funcionar hoy a modo de pruebas, mostrando las cuerdas de su tramoya, el apuntador camuflado, la chica desnuda, el truco del mago. Y agarro entonces tus heladas mejillas y te grito que despiertes, que han derribado todas las puertas, y al fin podremos volver a casa. ¡Vamos, mi dulce y bella princesa! ¡Es ahora o nunca! Solo tienes que agarrar mi mano y correr. A través del bosque. Bajo el gélido cielo. Sobre las olas. Hasta no poder más.

Copiados y dictados

Fue una especie de flashback inducido, como lo que dicen que ocurre en el instante de morir. Unos minutos antes estaba en el recreo, haciendo avioncitos de papel a mis compañeros de clase. Mi padre me había enseñado a fabricarlos; un día me puse a volar uno y a partir de ahí me vi haciéndolos para los demás. De pie, en el patio del colegio, mis amigos me rodeaban cada uno con una cuartilla en la mano y yo venga doblar y plegar papel ante la impaciencia de unos y la mirada absorta de otros. Había algo grato en ello que iba más allá del placer que encontraba en hacerlos y que supongo que tenía que ver con una incipiente y quizá mal enfocada filantropía personal. El resultado de ello era que me pasaba el tiempo entero sin hacer otra cosa que avioncitos que yo sólo volaba en la fase de pruebas, por si tenía que hacerles algún ajuste. El único que puso algún interés en aprender la técnica fue mi amigo Juanillo. Pronto sabía hacerlos igual o mejor que yo. Él, sin embargo, raramente hacía alguno más aparte del suyo. «Venga a jugar ya, hombre», solía decirme antes de irse a otras cosas.

Aquel día me insistió tanto que entré a clase a por una cuartilla para mí. Don Manuel, el maestro, no salía al patio. Se quedaba en clase leyendo el periódico y comiendo algo de fruta. Era habitual que alguno de nosotros entrara durante ese tiempo a coger algo que hubiese olvidado en la cartera. Mi sitio estaba en la primera fila, tan lejos de la entrada como cerca de la mesa del maestro. En el silencio del aula vacía mis zapatos retumbaron como si fueran de plomo. Don Manuel observó por encima de las gafas mi avance entre los pupitres, me dejó hacer hasta ver aquello que me había hecho entrar, y se levantó luego y vino hacia mí. Puedo imaginar la escena con la perspectiva de una tercera persona. Mi pequeño cuerpo, con el papelito garabateado en la mano, y el suyo, mastodóntico y haciendo gesto de que se lo entregara. Tardó poco en identificar el contenido. Después dijo: «¿Para eso me harto yo de escribir en la pizarra?», y a continuación lanzó una bofetada que, por inesperada y violenta, me sacudió entero como a una marioneta. Treinta años después sentí algo parecido mientras iba conduciendo y otro conductor me embistió el lateral tras saltarse una señal de parada. El caso es que la masa de aquella enorme mano, alimentada por la velocidad que traía, golpeó mi cara de tal manera que me dejó sin sentido. Cuando desperté estaba en el suelo y el maestro y todos mis compañeros mirándome asustados. Aunque aturdido todavía, me incorporé  y don Manuel ordenó a los alumnos que fueran a sentarse cada uno en su sitio. Acto seguido reanudó la clase por donde la había dejado antes del descanso.

Juanillo, que vivía en dirección opuesta a la mía, me acompañó a casa al salir de la escuela. Después de contarle lo ocurrido le pregunté por el tiempo que había estado en el suelo, y él me dijo que casi nada. Yo le dije entonces que qué raro, porque durante ese tiempo había visto tantas cosas que necesitaría muchos días para poder contarlas. Le expliqué lo mejor que pude que era como si hubiese visto una película, una en la que el protagonista era don Manuel pero en la que nosotros también salíamos. Que lo más extraño era que la acción había empezado por los últimos días de curso y que las escenas habían ido retrocediendo en el tiempo, como un carrusel, hasta que este empezó. Que, así, ahora aparecía don Manuel preguntándonos la tabla del siete y al poco escribiendo un texto en la pizarra para que lo copiásemos, diciéndonos que antes de “b” o “p” se escribía “m” en lugar de “n”, señalando delante del mapa político las provincias con el dedo, o del físico, recorriendo los ríos del nacimiento a su desembocadura, grabándonos para siempre los nombres del caballo y la espada del Cid, ordenándonos salir a la pizarra para hacer sumas y restas o escribir frases y verbos, diciendo que podíamos salir al patio o poniéndose manos a la obra en cuanto volvíamos, andando entre las filas mientras hacía dictados que después corregía… Hasta que llegó la última escena de aquello, que ahora me parecía más un sueño que una película, y que en realidad era la imagen más antigua que del maestro guardaba en la mente. En ella se le veía entrando en clase el primer día, grande y orondo y con cara de buena persona y más joven que los demás maestros. Llegaba a su mesa, soltaba en el suelo una cartera de piel marrón y se presentaba. Hacía entonces intención de sentarse. Pero se detenía al descubrir algo entre las cosas que había sobre la mesa. Era la regla que don Antonio había estado usando durante el curso anterior para golpearnos, convenientemente, en las palmas. Don Manuel la agarraba, la sostenía mirándola pensativo y se dirigía luego hasta el mueble que hacía de librería. Era un armatoste mucho más alto que él, por lo que tenía que ponerse de puntillas para dejar la regla entre el polvo de décadas que cubría su superficie. Finalmente se giraba hacia nosotros y, sacudiéndose las manos, decía para nuestro alivio: «Yo no voy a necesitar esto».

El aviso

Se escucha por todas partes. Por aceras y plazas mientras caminamos cargados de paquetes o buscamos con ansia algo que nadie encuentra. Fundiéndose con los villancicos y los cortes publicitarios, con el ruido de los motores y el golpeteo de las obras, con el llanto de los niños y las risas de Papá Noel; recordándonos su presencia al bajar del taxi o al salir de la boca del metro. Nos hemos habituado a gritar para poder entendernos, a poner la radio para solapar su sonido, pero sigue estando ahí, haciéndose más palpable en el silencio de la noche, cuando salimos a fumar a la ventana o apoyamos en la almohada nuestra cabeza insomne. Dueño entonces de la calle, sobrevuela tejados y atraviesa avenidas, espanta el sueño de los pájaros del parque, rebota por los callejones y estremece las ventanas. Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii. Suave pero agudo. Imperturbable en su monótona insistencia. Como avisándonos de haber invadido una zona prohibida. Como si hubiésemos olvidado cerrar algo.

Nieve

«Nevar es un verbo impersonal —dice don Nicanor con su tono de catedrático—. Tal vez por eso a menudo nieva de forma descuidada, porque no hay nada ni nadie que responda de ello». El resto de ancianos no parecen escucharlo. Algunos miran por la ventana, sentados en sus sillones, como iguanas mirando el mar desde las rocas, salpicados en lugar de por las olas por las luces del árbol de navidad. Otros han dejado de hacerlo para ver las noticias de la tele. Hacía años que no nevaba tanto, informa un reportero junto a una carretera, asegurando además que seguirá haciéndolo durante días. Doña Carmen cree siempre que los coches que pasan van a atropellar a los reporteros. «Sólo a veces nieva con seriedad —continúa don Nicanor—, pero entonces es preferible usar expresiones como «la nieve cae», con sujeto, porque en esa acción se adivina una voluntad que le da intención y sentido». Noelia se pasaría las horas escuchando a don Nicanor, algo que no impide que le diga que se calle un momento para poder afeitarlo mejor. A ella le encanta que nieve, en cualquier modo verbal, aunque si no acaba cuajando le sabe a poco. Doña Carmen se ha dormido tejiendo y mantiene las agujas erguidas para que no se le escapen los puntos. Don Florencio empieza con su disertación de cada tarde: «Yo tenía una mujer bonita, una casa en el campo y tres hijos fuertes que trabajaban conmigo de sol a sol…», y al poco se duerme también. Hace tiempo que no reconoce a ninguno de los suyos pese a que lo visitan con regularidad y ponen gran empeño en que lo haga. Doña Carmen acostumbra a decir que los hijos de don Florencio no tienen pinta de haber sido fuertes nunca y mucho menos su mujer de haber sido guapa. Don Nicanor observa a los tres y a otros más, dormidos frente a la tele, y se pregunta si ellos también cuentan a la hora de medir la cuota de audiencia. Noelia acaba de afeitar a don Nicanor y recoge los utensilios. Sale del salón y al poco aparece cargando una bolsa llena de regalos que va poniendo junto al árbol. Hace rato que es consciente, por la cantidad de nieve caída, de que esta Nochebuena tendrá que pasarla en la residencia. Y de que tampoco le importa demasiado. Viéndola colocar los paquetes, observando el esmero y el cariño que pone en ello, a don Nicanor se le ocurre que Noelia, de ser una nevada, sería como la de esta tarde. En la tele ha empezado un western. Don Florencio reanuda su retahíla: «La voz de ella era dulce como el canto de las alondras; la de ellos, recia como la de un ciclón». Y doña Carmen se ríe para adentro mientras mira la pantalla. Pero lo hace con ternura. A estas alturas comprende de sobra que la memoria de don Florencio no sea del todo objetiva. También que don Nicanor conserve todavía intacta su vocación docente y hasta filosófica. O que la joven Noelia haya encontrado en la residencia el hogar que nunca tuvo. Lo que no acaba de entender, ni quizá llegue a hacerlo nunca, es que en las películas del oeste las ruedas de las diligencias giren al revés.

Estudios superiores

 Sentados sobre una roca, a la sombra de un pino, Marta y Nono parecen haber perdido la armonía de otras tardes. Ríen a destiempo y se atropellan al hablar, quedándose luego mirando en silencio los corchos de sus cañas flotar en el agua.

 Ella acaba hoy sus vacaciones y mañana volverá a la ciudad. Allí se encontrará con sus amigos de siempre. Con su novio. Y poco después emprenderá los estudios de derecho y las practicas en el bufete de papá. Él en cambio seguirá allí, en el pueblo, trabajando en la lonja del puerto y en el bar de su tío; haciéndose cargo de sus padres y hermanos.

 Un buque de carga avanza perezoso por la bruma del horizonte. Nono imagina que es el cursor de una cremallera que pudiera abrir mar y cielo, mostrando más allá una isla ignota en la que naufragar juntos. Marta mira también pensativa hacia el inmenso y profundo azul. Aunque su mente poco a poco regresa con el oleaje hasta la orilla.

 «Dime que retomarás los estudios en cuanto puedas», le dice de repente. Nono la mira entonces con el aliento contenido. Quizá no vuelva a verla jamás. Suficiente razón para no hablarle de la magnitud de su amor por ella; para no preguntarle en qué medida es correspondido. Podría ser como talar ese hermoso árbol que los cobija con la sola intención de saber su edad.

 «Lo haré», acaba diciéndole con la mayor sinceridad que le es posible. Porque Nono, a decir verdad, nunca ha dejado de estudiar.

El regreso

La plaza del ayuntamiento está muy concurrida debido a que es sábado y hay mercado, pero eso no ha impedido que encuentren una mesa libre en la terraza de un bar. Marta sonríe mientras busca con la mirada al camarero. Le divierte la contrariedad de Herminio, que sigue sin entender cómo ha aceptado venir.

—De sobra sabes que prometí no volver a este pueblo —protesta.

—Creo que me lo debías después de más de cuarenta años hablándome de él —responde ella sin mirarlo, recreándose en el ambiente que los rodea.

Herminio aún no se ha repuesto del último tramo del viaje, la misma carretera comarcal que en tantas ocasiones recorrió con su viejo utilitario y que en esta última cada una de sus curvas le ha hecho sentir un nudo en las entrañas. El primer trago de cerveza cae como un rayo en su estómago vacío, aunque no tarda en actuar también como bálsamo. Pronto empieza a tomarse las cosas de otro modo, a asumir que a veces es un poco testarudo. Observa que la plaza no ha cambiado mucho y que en parte le agrada volver a verla. Una bandada de cornejas surca el cielo y tiene la fugaz sensación de que son las mismas que lo hacían entonces, como también aquel joven del maletín que ve a lo lejos podría ser él mismo cruzando la plaza por primera vez hace medio siglo, inexperto y con los ideales intactos. Se retrepa por fin un poco en la silla. Mira a Marta, que ahora anda trasteando en el móvil, y piensa que luce espléndida bajo el tibio sol de septiembre.

—Aparte de esto que hemos visto al llegar —le dice—, el núcleo tenía poco más. La iglesia, que asoma por allí detrás, la calle principal y la escuela. El resto eran dos pequeñas aldeas, varios cortijos y unas cuantas casas desperdigadas. Tampoco parece que haya crecido demasiado.

Piden otra ronda. Marta dice que le habría gustado ser testigo de su época de maestro en el pueblo. Él le explica que no se ha perdido nada y que lo más importante ya se lo ha contado él. Las veces, por ejemplo, que subió esas escaleras del ayuntamiento para reclamar mejoras en las aulas y en el resto de instalaciones o pedir ampliar la dotación de la librería, a menudo sin ningún éxito. Los problemas que encontró en la actitud poco interesada de los alumnos en las materias. La falta de comprensión hacia su labor por parte de sus padres cuando accedían a venir a sus llamadas. La apática y resignada disposición de los otros dos maestros, mayores que él y destinados allí por motivos que preferían callar.

De repente ocupa su atención un hombre que hay en la mesa de enfrente. Esas enormes orejas son sin duda las de Nonito, un pelirrojo que solía sentarse junto a la ventana. Está con una mujer y ambos lo miran con disimulo mientras dan cuenta de dos vinos y una ración de calamares. Nonito venía siempre a clase con las manos renegridas. Más de una vez lo reprendió delante de sus compañeros e incluso llegó a castigarlo por ello. Pero él se limitaba a agachar la cabeza avergonzado. Un día su madre vino a verlo. Le explicó que lo que su hijo tenía en las manos no era suciedad, sino la piel cortada por lavar en el agua fría de la acequia las hortalizas que cultivaban. Aún conserva todo el pelo, ahora blanco, y algunas de las pecas que cubrían su cara; seguramente también aquel mal recuerdo.

—¿En qué piensas? —le dice Marta.

—En nada —responde tras dudar un momento—, en si podría reconocerme alguien.

Es él, sin embargo, quien cree descubrir a otro de sus alumnos en una mesa cercana a la de Nonito.

—No mires ahora —dice—, pero juraría que aquel tipo de la barba es el Luis de quien tanto te he hablado.

Si Nonito representaba uno de sus más dolorosos errores, Luis era el paradigma de todas sus batallas perdidas. Apenas iba a clase, obligado de forma habitual a trabajar en la hacienda familiar, y como consecuencia de ello era casi analfabeto a sus once años. Herminio consiguió, tras mucho hablar con sus padres, que equiparara su asistencia a la del resto de alumnos. Era un niño muy inteligente y pronto empezó a progresar, llegando a destacar en clase en los dos cursos siguientes. Poco antes de acabar el ciclo de educación básica, no obstante, su padre cayó enfermo y él tuvo que dejar el colegio para realizar su trabajo. El final de ese curso supuso también el cambio de destino de Herminio. La mañana que fue a despedirse de Luis lo encontró atareado en las faenas de la granja. Estaba esquivo y con pocas ganas de hablar, y apenas logró de él un ligero asentimiento cuando le rogó que retomara los estudios en cuanto pudiera. Se conserva bien y viste elegantemente, nada que ver con aquella última imagen que le dejó, trajinando cabizbajo en la pocilga con chubasquero y botas de agua.

La presencia cercana de aquellos “niños” sesentones está socavando la entereza recién recuperada de Herminio, sustituyéndola por un sentimiento con el que no contaba. Intenta decir algo, pero no puede articular ni una sola palabra. Su mentón empieza a temblar en el justo momento en que Nonito se pone en pie. Acto seguido lo hace Luis. Y, tras ellos, lentamente y de cada una de las mesas, hombres y mujeres en los que va reconociendo sin gran esfuerzo a sus viejos alumnos. Todas nuestras miradas están puestas en él, por lo que cuando empiezan a sonar los primeros aplausos sabe de inmediato que son en su honor. El clamor es ya abrumador cuando Marta, que en ese momento responde una llamada de sus hijos, lo agarra del brazo haciendo que se levante él también.

—Daos prisa —dice al teléfono—, estamos en la “Plaza del Ayuntamiento”, “Plaza maestro Herminio Gómez” desde hoy.  

Colosal Navidad

Tras el ¡clic!, audible en todo el Brazo de Sagitario, el firmamento entero se apagó. Casiopea, la hija menor del Coloso, rompió a llorar entonces y mamá tuvo que acogerla en su regazo para consolarla. Los gemelos Cástor y Pólux empezaron a gastarse bromas amparados por la oscuridad, riendo y gritando, ocultando de paso su propio miedo. Sólo Perseo, el mayor, mantenía una actitud adulta alumbrando con una linterna el trabajo de su padre, que en ese momento sujetaba con una mano uno de los cabos del cable recién cortado mientras que con la otra soltaba las tenazas y buscaba a tientas, con evidente prisa, el destornillador. «Alumbra aquí, hijo», pidió a Perseo señalándole la mesa, en la que había dispuesto un improvisado banco de trabajo. Sobre ella, junto al manual de instalación, aguardaba un dispositivo electrónico al que previamente había retirado la carcasa. «No llores, Casiopea, que ya mismo acabo», susurró a la pequeña intentando calmarse él también. Buscó la conexión de entrada del artefacto e introdujo en su orificio el extremo del cable que sostenía, atornillándolo luego con fuerza. A continuación agarró el otro cabo y repitió la operación en la conexión de salida, aunque con problemas, pues Cástor y Pólux seguían incordiando alrededor y el tornillito para fijarla se le cayó varias veces antes de lograr colocarlo en su sitio. Echó un vistazo final al circuito para asegurarse de que todo estaba en orden y colocó de nuevo la carcasa. Sólo entonces dijo a Perseo, cediéndole el honor, que podía accionar el interruptor. Fue papá el que alumbró esta vez con la linterna mientras su hijo empleaba todas sus fuerzas para cambiar la palanca de posición. Y fue ¡tonk! el sonido que ahora se escuchó en esa parte de la galaxia, marcando el inicio de algo nunca visto en ella. La primera luz que puso fin a aquella inmensa oscuridad fue la del gas interestelar y, con ella, la de todas las nebulosas que su vista alcanzaba. Se trataba de una luz tenue y lechosa cuyo inmediato efecto fue hacer callar a la pequeña y detener las travesuras de los gemelos. Permaneció, no obstante, encendida de forma fija más tiempo del esperado, un lapso que resultó interminable para el Coloso, más al ver que su mujer lo miraba con cara de «¿eso es todo?». Tampoco lo que vino después satisfizo expectativas, ya que cuando por fin se apagaron las nebulosas hubo de transcurrir otro puñado de segundos para que ocurriese algo, y fue que se encendió una parte del conjunto de estrellas. «Mirad, dijo el Coloso queriendo animar, son las estrellas enanas, en todos sus colores». Pero los gemelos, en particular, no parecían muy entusiasmados. «Esto va muy lento, papá», dijo Pólux actuando como portavoz de ambos. Tuvo que ser Perseo quien calmara la situación explicando que lo que estaban viendo era una “demo” y que lo mejor aún estaba por venir. Papá no sabía bien qué era eso, pero posó agradecido la mano en el hombro de su primogénito mientras miraba hacia el cielo. En efecto, tras apagarse las enanas, se encendieron las medianas que, a su vez, con la misma desesperante lentitud, dieron paso a las gigantes. Cuando estas últimas se apagaron, hubo otra pausa a la que puso fin un inesperado encendido total que sí asombró a todos. A partir de ahí se acabó la lentitud. La secuencia anterior se repitió, pero ahora de manera rítmica y acompasada. Luego vino una combinación distinta. Acto seguido, otra. Y así hasta 30 diferentes, de acuerdo con lo que ponía en la caja del aparato. Casiopea intentó coger una de aquellas luces con sus manecitas, pero su madre lo evitó a tiempo tirando de ella. El Coloso estaba realmente satisfecho. Observaba feliz la alegría de los suyos sin dejar de pensar, orgulloso, en que aquellas Navidades el Brazo de Sagitario sería la admiración de toda la Vía Láctea. Había empezado a recoger las herramientas y las iba colocando una a una en el lugar correspondiente de su apreciado maletín. Las tenazas, el destornillador, el pelacables, una llave especial sin la que no habría podido hacer nada. Era un set muy completo del que siempre echaba mano y que guardaba como oro en paño.