La plaza del ayuntamiento está muy concurrida debido a que es sábado y hay mercado, pero eso no ha impedido que encuentren una mesa libre en la terraza de un bar. Marta sonríe mientras busca con la mirada al camarero. Le divierte la contrariedad de Herminio, que sigue sin entender cómo ha aceptado venir.
—De sobra sabes que prometí no volver a este pueblo —protesta.
—Creo que me lo debías después de más de cuarenta años hablándome de él —responde ella sin mirarlo, recreándose en el ambiente que los rodea.
Herminio aún no se ha repuesto del último tramo del viaje, la misma carretera comarcal que en tantas ocasiones recorrió con su viejo utilitario y que en esta última cada una de sus curvas le ha hecho sentir un nudo en las entrañas. El primer trago de cerveza cae como un rayo en su estómago vacío, aunque no tarda en actuar también como bálsamo. Pronto empieza a tomarse las cosas de otro modo, a asumir que a veces es un poco testarudo. Observa que la plaza no ha cambiado mucho y que en parte le agrada volver a verla. Una bandada de cornejas surca el cielo y tiene la fugaz sensación de que son las mismas que lo hacían entonces, como también aquel joven del maletín que ve a lo lejos podría ser él mismo cruzando la plaza por primera vez hace medio siglo, inexperto y con los ideales intactos. Se retrepa por fin un poco en la silla. Mira a Marta, que ahora anda trasteando en el móvil, y piensa que luce espléndida bajo el tibio sol de septiembre.
—Aparte de esto que hemos visto al llegar —le dice—, el núcleo tenía poco más. La iglesia, que asoma por allí detrás, la calle principal y la escuela. El resto eran dos pequeñas aldeas, varios cortijos y unas cuantas casas desperdigadas. Tampoco parece que haya crecido demasiado.
Piden otra ronda. Marta dice que le habría gustado ser testigo de su época de maestro en el pueblo. Él le explica que no se ha perdido nada y que lo más importante ya se lo ha contado él. Las veces, por ejemplo, que subió esas escaleras del ayuntamiento para reclamar mejoras en las aulas y en el resto de instalaciones o pedir ampliar la dotación de la librería, a menudo sin ningún éxito. Los problemas que encontró en la actitud poco interesada de los alumnos en las materias. La falta de comprensión hacia su labor por parte de sus padres cuando accedían a venir a sus llamadas. La apática y resignada disposición de los otros dos maestros, mayores que él y destinados allí por motivos que preferían callar.
De repente ocupa su atención un hombre que hay en la mesa de enfrente. Esas enormes orejas son sin duda las de Nonito, un pelirrojo que solía sentarse junto a la ventana. Está con una mujer y ambos lo miran con disimulo mientras dan cuenta de dos vinos y una ración de calamares. Nonito venía siempre a clase con las manos renegridas. Más de una vez lo reprendió delante de sus compañeros e incluso llegó a castigarlo por ello. Pero él se limitaba a agachar la cabeza avergonzado. Un día su madre vino a verlo. Le explicó que lo que su hijo tenía en las manos no era suciedad, sino la piel cortada por lavar en el agua fría de la acequia las hortalizas que cultivaban. Aún conserva todo el pelo, ahora blanco, y algunas de las pecas que cubrían su cara; seguramente también aquel mal recuerdo.
—¿En qué piensas? —le dice Marta.
—En nada —responde tras dudar un momento—, en si podría reconocerme alguien.
Es él, sin embargo, quien cree descubrir a otro de sus alumnos en una mesa cercana a la de Nonito.
—No mires ahora —dice—, pero juraría que aquel tipo de la barba es el Luis de quien tanto te he hablado.
Si Nonito representaba uno de sus más dolorosos errores, Luis era el paradigma de todas sus batallas perdidas. Apenas iba a clase, obligado de forma habitual a trabajar en la hacienda familiar, y como consecuencia de ello era casi analfabeto a sus once años. Herminio consiguió, tras mucho hablar con sus padres, que equiparara su asistencia a la del resto de alumnos. Era un niño muy inteligente y pronto empezó a progresar, llegando a destacar en clase en los dos cursos siguientes. Poco antes de acabar el ciclo de educación básica, no obstante, su padre cayó enfermo y él tuvo que dejar el colegio para realizar su trabajo. El final de ese curso supuso también el cambio de destino de Herminio. La mañana que fue a despedirse de Luis lo encontró atareado en las faenas de la granja. Estaba esquivo y con pocas ganas de hablar, y apenas logró de él un ligero asentimiento cuando le rogó que retomara los estudios en cuanto pudiera. Se conserva bien y viste elegantemente, nada que ver con aquella última imagen que le dejó, trajinando cabizbajo en la pocilga con chubasquero y botas de agua.
La presencia cercana de aquellos “niños” sesentones está socavando la entereza recién recuperada de Herminio, sustituyéndola por un sentimiento con el que no contaba. Intenta decir algo, pero no puede articular ni una sola palabra. Su mentón empieza a temblar en el justo momento en que Nonito se pone en pie. Acto seguido lo hace Luis. Y, tras ellos, lentamente y de cada una de las mesas, hombres y mujeres en los que va reconociendo sin gran esfuerzo a sus viejos alumnos. Todas nuestras miradas están puestas en él, por lo que cuando empiezan a sonar los primeros aplausos sabe de inmediato que son en su honor. El clamor es ya abrumador cuando Marta, que en ese momento responde una llamada de sus hijos, lo agarra del brazo haciendo que se levante él también.
—Daos prisa —dice al teléfono—, estamos en la “Plaza del Ayuntamiento”, “Plaza maestro Herminio Gómez” desde hoy.
¿Ves? Eres un campeón. Propongo poner tu nombre a una de las calles de relatistas del Facebook.
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